31 de marzo de 2022

Sobre la maraña emocional de una lenta partida


Esto es una reflexión catártica, sin más intención que ser compartida y sin objetivos definidos.
Para quien la vive y la atraviesa, la partida es sin dudas mucho más lenta y profunda que para quien la visualiza.
Por supuesto, cuando se involucran las emociones, tanto para quien se aleja como quien permanece, los sentimientos podrían ser equiparables, pero no sus vivencias ni percepciones.
En términos pura y exclusivamente de la partida, del hecho concreto de dejar el lugar, para quien ejecuta la acción, el tiempo parece que no pasa.

Al menos es así hasta que llega el momento de partir en verdad, cuando se vuelve tangible su proximidad y la cuenta regresiva comienza su andar incesante.
No importa cuan larga sea esa espera, esa regresión inevitablemente llegará a cero. Y a partir de ello, ya no es una idea, un plan, o lo que fuere.
Partir es ahora el paso unívoco que darás.

Esta certeza (la de un final) desestabiliza los cimientos de cualquiera, mientras empieza a desvanecerse el mundo que nos inventamos y que elegimos vivir. Incluso es así cuando no es la primera vez que se emprende una partida (y tengo ya varias en mi haber…).
Podría parecer que salir de la zona de confort resultaría más simple, insisto, dada la experiencia.
Pero esta vez se siente diferente.
Es más intenso, y el futuro es tan incierto como en realidad es.
Por momentos se vuelve asfixiante la idea de no tener un rumbo establecido, un plan trazado y un objetivo definido. En todo eso, créanme, esta si es mi primera vez. Y me siento impaciente e inestablemente nostálgico, a la vez que me invaden la decisión y la avidez de la aventura.

Para quien se aleja por su voluntad (no puedo interpretar los sentires de quienes deben hacerlo por necesidad) esa inestabilidad es autoinfligida, si. Porque es una decisión.
Pero someterse de forma consciente y voluntaria a un proceso de partida, tan lento y relevante como el de dejar un lugar, un hogar, incontables vínculos y proximidades necesarias, una forma de vivir, los medios de subsistir que conocías y que te caracterizaron hasta ser quien sos, es tan estrepitoso para quien decide hacerlo como para quien tiene que hacerlo como necesidad.

En el vivir cada quien asume tener su tiempo asegurado y bajo control. Abrazamos esa idea de seguridad autoconstruida, y en ella nos cobijamos pretendiendo que sabemos dónde, cómo y cuándo. Y eso nos da tranquilidad. Aun cuando sabemos que sin dudas nadie puede controlar el tiempo, la existencia. Podemos minimizar riesgos, seguro, pero nunca podremos tener la real certeza de que lo que esperamos, sucederá. Esto es completamente racional, y lo tengo claramente asumido. 

Ocurre que mientras suena ese estrépito retumbar, toda racionalización queda subsumida, inevitablemente, a las avasalladoras emociones asociadas a la partida y a la desaparición progresiva de tu mundo inventado conocido. Y cual vendaval la emotividad se hace carne, y lo racional deja de percibirse.
Y todo, hasta lo coherente, es caos.
Y si bien sé que partir no es otra cosa que asumir que cada quien es dueño de sus decisiones y en ellas, solo en ellas está la certeza, no se siente así. Ni sabiendo.

En fin, la hipotenusa.
Me despido con una lágrima rodando en mi mejilla, para desaparecer en la comisura de una sonrisa. A partir de este momento ya no tengo mi lugar y mi mundo ya no existe. Al menos no como lo conocí estos últimos años. Y así como mi mundo, yo mismo empezaré a ya no ser como soy hoy. 

Eso no es ni malo, ni bueno. Simplemente es, y es porque quiero hoy que sea.
Al fin y al cabo, ¿Quién necesita ser poseedor de un lugar al que llamar suyo, en realidad?

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