13 de mayo de 2013

Le regalé mi día a los acordes

Buscando huir de la agonía de la rutina, decidí ignorar al tiempo, que insistía en avanzar, y dediqué mis horas a regocijarme al son de acordes que surcaban el viento, casi reflejados en los rayos del apenas cálido sol de otoño.
Perderme y encontrarme ¡vaya pardoja! Es tan simple dejarme sucumbir ante la fusión hipnótica de las voces y la música... y cuando ocurre pienso: que sencillo el universo, que claro el horizonte, cuando alcanzas la abstracción que te eleva de un plano tangible a uno en el que ya no pesan las cargas y no presionan las obligaciones.
¡Cuán increíbles son las notas que fluyen y embebiéndose de la brisa a su paso, te transportan a ese universo donde la percepción sublima todos los sentidos!
A veces me pregunto porqué no lo hago más a menudo, porqué no dedico más tiempo a mis placeres y menos a mis penas.
Es la música que incita a olvidar que el tiempo pasa y nos apresura.
Es la música que enciende las emociones aletargadas en aquél recóndito lugar en que guardamos los sueños adormecidos.
Es la música. Y son las voces.
Nos despiertan y nos recuerdan que estamos vivos.

Y justo en medio, una sonrisa y unos ojos del color del otoño mirándome al pasar. 

6 de mayo de 2013

Una llama que danza en la oscuridad

En medio de la penumbra del anochecer y ante la pálida y cálida luz de una vela que danzaba, cual si fuera a extinguirse ante cada soplo de viento, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Una lágrima solitaria, perfectamente curvilínea comenzó a recorrer su rostro apenas visible y a destellar. Y en ese destello arrastraba una pena que acababa por perderse en la comisura de un labio sediento. Sediento de tiempo, de néctar, de pasión. 
Envejecer no estaba en sus planes. Nunca lo estuvo. Sabía de antemano, que envejecer sería algo demasiado solitario. 
Ni la música ni los versos, ni los libros ni los óleos. Ninguno de ellos podía abrazarlos. 
Ansiaba dormir, porque cuando dormía podía soñar y volver a andar aquél camino. Y no dudar. Era valiente en sus sueños, y joven, y equivocarse era un juego, nada más.
Una segunda lágrima salió despedida, y ya no las pudo frenar. La noche caía, y las melodías, aunque omnipresentes, se desvanecían. Sólo lograba oír el silencioso deslizar de esas frías perlas transparentes sobre su rostro y saborearlas amargas al final. 
Su pecho se oprimía, desde adentro y la noche lo envolvía. El tiempo llegaba a su fin, y el negro abrazo de la  oscuridad no lo abrigaba, ni lo confortaba, ni lo consolaba. 
Soledad. Inconmensurable, interminable, eterna. 
Sintió que esa última lagrima le rasgaba el rostro, intentó abrir sus ojos pero la llama ya no danzaba. Oscuridad.