6 de mayo de 2013

Una llama que danza en la oscuridad

En medio de la penumbra del anochecer y ante la pálida y cálida luz de una vela que danzaba, cual si fuera a extinguirse ante cada soplo de viento, una lágrima se deslizó por su mejilla.
Una lágrima solitaria, perfectamente curvilínea comenzó a recorrer su rostro apenas visible y a destellar. Y en ese destello arrastraba una pena que acababa por perderse en la comisura de un labio sediento. Sediento de tiempo, de néctar, de pasión. 
Envejecer no estaba en sus planes. Nunca lo estuvo. Sabía de antemano, que envejecer sería algo demasiado solitario. 
Ni la música ni los versos, ni los libros ni los óleos. Ninguno de ellos podía abrazarlos. 
Ansiaba dormir, porque cuando dormía podía soñar y volver a andar aquél camino. Y no dudar. Era valiente en sus sueños, y joven, y equivocarse era un juego, nada más.
Una segunda lágrima salió despedida, y ya no las pudo frenar. La noche caía, y las melodías, aunque omnipresentes, se desvanecían. Sólo lograba oír el silencioso deslizar de esas frías perlas transparentes sobre su rostro y saborearlas amargas al final. 
Su pecho se oprimía, desde adentro y la noche lo envolvía. El tiempo llegaba a su fin, y el negro abrazo de la  oscuridad no lo abrigaba, ni lo confortaba, ni lo consolaba. 
Soledad. Inconmensurable, interminable, eterna. 
Sintió que esa última lagrima le rasgaba el rostro, intentó abrir sus ojos pero la llama ya no danzaba. Oscuridad. 

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