16 de agosto de 2011

No llodes


Hubo hace tiempo una tarde de otoño soleada, contradictoriamente templada para la fecha, inusual. Un día destellante de luz en medio de muchos lúgubres anteriores y posteriores. Ese día febo brilló con tal intensidad que pudo calentar hasta ese adormecido músculo que había olvidado el ritmo acompasado en el que necesita moverse para sentirse extasiado...
No fue intencional, por supuesto. Nadie que no crea en el amor se convierte en creyente sólo porque sí.
Al contrario, mira con desprecio la posibilidad de que un sentimiento tal, o similar, o aproximado, llegue a ser legítimo. Esos sentimientos no son legítimos. No pueden serlo. ¿Como puede el mundo ser tan ingenuo de creer que el ser humano tiene la capacidad de despojarse de tal modo del egoísmo como para llegar a poner antes que a uno mismo, el bienestar, no del otro solamente, sino cuando menos de ambos?. No hay modo en que eso ocurra. Ridículo. 
A veces lo exasperaba la sola idea de pensar en ello, y aborrecía la simple imagen de dos amantes, es decir, de dos personas que se profesan amor, de cualquier forma, entregándose a sus amores. Despreciable, pensaba.
Claro, no notaba que en realidad él no era mucho más que eso. Era despreciable. Él era despreciable. Bueno, no él, sino su modo de ver y entender las relaciones entre las personas.
Igual no le importaba. Su nivel de egocentrismo llegaba tan pero tan alto que lo hacía incapaz de ver más allá de su propio existir. Muchas veces intentó con psicoanálisis comprender porqué estaba incapacitado para amar. Nunca lo logró. Evidentemente no se puede estar capacitado en lo que no se cree. Y menos se puede entender algo cuando se menosprecia la herramienta que uno necesita usar para comprender. Una persona que no puede amar es muy poco probable que logre llegar tan dentro de sí misma para saber qué es lo que realmente lo motiva a reaccionar del modo en que lo hace.
¿Ahora, cómo conocerse sin amarse?.
Porque su egocentrismo no estaba basado ni justificado en un inmenso amor propio. Al contrario. (Ahora creo que hubiera sido importante aclararles ésto mucho antes).
No, no se trata de una persona de ésas que van por la vida mirando con desprecio a seres inferiores. El único momento en que él miraba de ese modo era frente al espejo. 
No creía en el amor porque estaba incapacitado para amarse a sí mismo. Conocerse era un imposible. No había modo alguno en que lograse despojarse de su egoísmo. Para eso debía saber mucho más acerca de sí mismo, y eso lo aterrorizaba.
Miedo. Si. El más común y estúpido si se quiere de los diagnósticos.
Dicen que el miedo paraliza. Lo que no se oye muy a menudo es que el miedo en verdad inutiliza. Incapacita. Hace de un ser una cosa. ¿Y de que modo, si no es conociéndolo, descubriéndose, se pueden enfrentar los miedos?. 
Miedo a qué, se preguntarán. 
¿Miedo al amor?. ¿Miedo al rechazo?. ¿Rechazo al miedo al amor?. ¿Amor al miedo al rechazo?. Cuando uno vive tanto tiempo con miedo, ya se acostumbra a él. ¿Era entonces por comodidad que despreciaba el amor, ocultándose en el miedo?. De nuevo, ¿miedo a que?.
Lo que nos hace bien no nos genera miedo. Debía tratarse entonces de algo que le hiciera, o que le pudiera hacer mal. Los golpes dejan moretones. Las heridas suturan con el paso del tiempo. Miedo a la soledad, probablemente.
Si, eso debía ser. Estar solo asusta.
Pero justamente el amor es lo contrario, es lo que aleja y extingue a la soledad. No es coherente.
Y he aquí, donde debemos detenernos, estimados amigos. 
¿Porqué habríamos de pedirle a una persona atemorizada, desesperanzada, asustada, que actúe con coherencia?.
Pero... volviendo a aquella tarde, no quiero alejarme demasiado de lo que vine a contarles. Si profundizo en los temores y las incoherencias que cada uno de nosotros es capaz de realizar cuando no se conoce lo suficiente, cuando no puede combatir sus propios demonios, terminaríamos enmarañándonos, y nunca sabrían que pasó aquella tarde. Y no es ese el objetivo. La idea es contarles algo que creo, merece ser contado. 
Si bien es cierto que para poder entender necesitaban conocerlo al menos un poco, con lo que les he contado, ya es suficiente. 
Aquella tarde, sin más, decidió salir a caminar. Sin pensarlo dejó que el sol lo bañe tímidamente con sus rayos mientras se perdía en los laberintos de su mente. Llegó a la plaza, se sentó bajo un inmenso árbol y simplemente se dispuso a estar. La lumbre, la brisa, el verde, las voces, los ruidos... Lágrimas empezaron a brotar de sus ojos. Lágrimas que no podía, por más esfuerzo que realizara, contener. 
Y una caricia recorrió su mejilla. Los rizos dorados y las mejillas sonrojadas de un ¿ángel? lo cegaron.
No, no era un ángel. Era una niña dulce, amable. Lo miró preocupada, pero con dulzura, y despojada de todo egoísmo, le dijo:
- No llodes, que pasa, ¿estás pedido?
Se detuvo en ese rostro perfecto y entre la risa que le causó el sonido extraño del "llores" sin los dientes delanteros y la vergüenza de que esa pequeña lo estuviera conteniendo, secó sus lágrimas y entendió. 
Estaba perdido.
Se había perdido hace tiempo. Y el amor sí podía existir, porque el miedo sí se podía vencer. Todo ésto podía hacerse porque el ser humano podía despojarse de todo egoísmo. Allí, delante de él, estaba el más sincero ejemplo de ello. Esa niña le recordó que alguna vez, todos los seres tuvieron la capacidad de amar sin importar cuánto, cómo, dónde, hasta cuando. Los seres humanos no somos incapaces de amar, entendió, sino que en el camino nos perdimos. 
De eso se trata, de encontrarse. 
La niña de los rizos de oro bañados por el sol se fue corriendo detrás de la voz de su madre que la llamaba, incesantemente, no sin antes dedicarle una sonrisa sincera, honesta y feliz.