20 de enero de 2010

Ilusiones Perdidas

Caminaba ya sin saber por dónde. Sus pies chapoteaban en el pegajoso lodo haciendo aún más arduo el andar. La lluvia, el viento, los relámpagos; nada parecía importarle. Su mente ya no estaba en el presente, su universo era desconocido hasta por él mismo.

Pensaba en los buenos momentos que había vivido, en las cosas que él pensó lo habían hecho feliz. Recordó lo bien que se había sentido cuando por primera, primera y única vez; le había dicho gracias, cuando lo abrazó y aquél día en que lloró frente a él, sin máscaras, demostrando sus verdaderos y ocultos sentimientos. Le quería, le quería mucho, demasiado; pero, las cosas cambiaron…

De pronto se sintió débil y tropezó. Escuchó no muy lejos de allí la inocente carcajada de un niño, supo que quizás estaba burlándose de él, pero aún así se puso de pie y continuó. Ni siquiera se preocupó por quitarse el lodo de su rostro, las lágrimas lo limpiarían, pensó. Y si así no fuera, qué más daba, no sería necesario. Estaba mareado, cansado, era consciente de que las pastillas que ingirió estaban haciendo efecto y de que ya era tarde para volver atrás.

Sonrió al rememorar las cosas que habían hecho juntos, las veces que se habían ayudado mutuamente, las extensas y extravagantes charlas que hubieran compartido. Sonrió pero lloraba, lo que él creyó eterno e inquebrantable se tornó pasajero e inestable. El muro fue derribado, el agua dejó de correr por el sediento lecho del río de los sueños, sus ilusiones no fueron ya más que vanas brisas de otoño que pasan y se van para nunca más volver, su confianza la enterró en lo más profundo de algún lugar sombrío dentro de sí, ya no creía en nada, solo deseaba dejar todo en el olvido y acabar con su dolor.

Casi sin darse cuenta de que el tiempo había pasado y que el mundo había continuado su agitado ser mientras él deliraba buscando una salida, una puerta de escape del laberinto del su destino, llegó al lugar que había elegido para despedirse del preciado don de la vida, el cuál muchos quisieran poseer mientras que él sólo deseaba tirarlo a la basura. Allí vio más de una vez el sol ocultarse, allí fue más de una vez a pensar y a tratar de dejar de lado los insignificantes problemas de adolescente que lo atormentaban. Ahora estaba en ese mismo lugar para dejar de sufrir.

Levantó la vista y vio por última vez el cielo. Lo había visto de muchas formas a lo largo de sus escasos años. Radiante de luz, con enormes nubes blancas, de color celeste furioso, gris y tormentoso, empapado de estrellas, compañero de la solitaria luna y cada vez que lo veía deseaba poder volar para llegar hasta él. Estaba apunto de hacerlo, iba a volar.

Respiró el último hilo de aire puro y pensó que muchos deberían envidiarlo por poder llenar sus pulmones con oxígeno limpio, sin venenos.

Allí gritó por última vez con las pocas fuerzas que le quedaban, arrepintiéndose y pidiendo una nueva oportunidad.

Allí se dio cuenta que todo esto era la estupidez más grande que jamás hubiera cometido, pero era ya demasiado tarde, no era posible olvidar todo y empezar de nuevo. Cometió un error y nunca podrá remediarlo.

Y allí lo encontraron… días después, tendido en el suelo, con el rostro y su cuerpo completamente cubiertos de lodo reseco.

La vida perdió una nueva batalla, y el mundo continuó su agitado ser.

La muerte volvió a vencer y agregó un nuevo espécimen a su colección de almas desahuciadas.


No he escrito muchos cuentos, y éste particularmente, es uno de esos muy pocos. Lo escribí hace ya muchos años, cuando tenía 17. (uffff cúanta agua que pasó bajo el puente ya!). Lo elegí para ponerlo como primer entrega, porque de alguna manera representa emociones tan lúgubres como lejanas, y que afortunadamente nada ya tienen que ver conmigo. El camino se hizo cada vez más complejo, pero yo fui cada vez más fuerte...

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