Mediaba la semana y el cansancio se hacía sentir. Eran las ocho de la noche y la jornada laboral había estado repleta de actividades, cientos de cosas se enredaron en su cabeza durante todo el día. Reunirse con tal, escribir aquello, leer lo otro. Típicas tareas en un típico día en su vida.
Había algo raro en el aire, el calor había disminuido y se sentía una brisa fresca, casi podía confundirse con una nochecita de otoño, sólo que los 36 grados de térmica que habían asediado a la ciudad por la tarde indicaban claramente que no lo era. Pocos locales permanecían abiertos. Era una noche extraña, ya casi no quedaba gente corriendo por las veredas de Avenida Callao.
Qué bueno, pensó. No iba a tener que someterse al zigzagueo habitual para no ser arrojado por algún transeúnte distraído.
Afortunadamente ya estaba regresando a casa, otro día culminaba… pero ante el escenario que se le presentaba, decidió caminar algunas cuadras antes de subirse al sofocante mundo del subterráneo porteño.
Tranquilo, escuchándola como siempre y perdiéndose en sus tonos celestiales, caminaba lento, tranquilo, mirando a la nada.
Detuvo su pensamiento y lo posó en un edificio recientemente restaurado. Había sido grande, la inversión, era evidente. Le causo estupor ver ese colosal hotel de muchas estrellas totalmente renovado, reluciente y a los tres metros de la puerta una familia durmiendo en el pórtico del edificio contiguo. Que contraste más irónico, se dijo.
En ese momento giró su vista para rodear a dos adolescentes que caminaban en sentido contrario, y fue ahí que se congeló. La mirada se clavó en su figura, unos 10 metros delante de él, caminando directamente hacia él. La sensación que lo invadió fue similar a la de un niño cuando ve debajo del árbol de navidad su regalo. No podía evitar fijar su vista en el caminar acelerado y a la vez elegante. Era un ser diferente. Tenía algo en su andar, en su rostro, en sus ojos. ¿En sus ojos?. Estaba devolviéndole la mirada!
En segundos pensó en sostenerla, retirarla, sonreír, mirar fijo hacia adelante. No sabía como reaccionar. ¿Cuántas veces nos ha ocurrido que caminando, en el colectivo o en el subte nos hemos detenido a observar a alguien que nos resulta interesante? ¿Cuántas veces hemos divagado pensando en qué podría ocurrir, cómo iniciaríamos una conversación en casos similares?
Perdido en todos estos delirios se dio cuenta que estaban por cruzar lado a lado, y las miradas seguían fijas la una en la otra. Temblaba. Latía escandalosamente su corazón, le sudaban las manos.
Se cruzaron con un ritmo más lento, y continuaron su paso.
¿Estaba bien darse vuelta, ver si aún estaba ahí?. ¿También se habría girado, se volverían a encontrar sus miradas?.
No lo pensó más, me doy vuelta, se dijo. Y allí estaba. También había disminuido su marcha y se había girado. Las miradas otra vez entrelazadas. Y sonrieron. Ambos.
Este es el punto en el que más de una vez todos nos encontramos y debemos resolver la gran incógnita: ¿Volvemos y le hablamos?.
No estaba dispuesto en ésta ocasión a reprocharse después porqué no había regresado. Afortunadamente, parece que los dos pensaron de manera similar.
Alli estaban, frente a frente. Las miradas seguían la una perdida en la otra.
Hola, le dijo.
Hola, le respondió. Y ambos sonrieron nuevamente.
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