Lo rodeaban multitudes, pero los acordes de la música en su ipod le permitían escapar del bullicio. Siempre lograba escaparse escuchándola cantar. Era parte de su libertad también. Ella era sencillamente, su cómplice.
No sabía si había caminado demasiado bajo el sol, ni cuánto tiempo había transcurrido; pero la multitud ya no estaba y ahora podía oír los repiques de las olas sobre la arena. Ni siquiera su voz cómplice lo acompañaba ya. Sólo el mar. Sólo el sonido de sus pasos sobre la arena. Una arena extraña y desconcertantemente plana para ser una playa tan frecuentada. ¿Pero dónde estaban las voces, los correteos, la gente?.
No podía ser más que una ilusión. Sus propias pisadas se esfumaban a cada paso, el agua se encargaba de sellar el secreto. Si hubiese querido regresar por sus propios pasos, hubiera sido imposible. Ya no estaban allí. Complotados, el mar y la arena, fueron desvaneciéndolos a su paso.
Y nada se veía hacia adelante. Sólo el mar, sólo la arena. Ni castillos, ni sombrillas, no había niños, hombres ni mujeres. Estaba sólo, pero no se sentía así. Quiso asustarse, quiso preocuparse, quiso correr, gritar, miró en todas direcciones. Nada. Paz.
Sólo mar. Sólo Arena.
Era libre. De eso se trataba todo. Había recorrido un camino muy largo, para finalmente llegar allí. Ya no había huellas pasadas, y tenía todo el horizonte para caminar. Libre. Saboreaba la libertad. La sentía recorrerlo por cada molécula de su ser. Lo obligaba a sonreír y deslizarse como por sobre una nube. Había alcanzado su plenitud. Y estaba tan a gusto. Si hubiera sabido antes lo deliciosa que era, hubiera roto sus ataduras mucho tiempo antes.
Y siguió caminando.
Caminó durante horas, días probablemente, hasta que una huella en la arena distrajo su atención. No era solo una, eran varias, pero la misma. Había alguien más en esa desolada playa.
¿Quién era?. ¿Qué hacía allí?. ¿Cómo es que hasta recién ningún alma se hizo presente y ahora parecía caminar su mismo camino?. ¿Quería robarle su paz?. No sería extraño descubrir en el sendero a alguien que quisiera arrebatarle su libertad, después de todo, ése parece ser el motor de la humanidad: avanzar a toda costa, quitando libertades a los demás. No iba a permitirlo. Era su libertad, su derecho, su vida, su paz.
No detuvo su andar, pero estaba decidido a defender a ultranza su libertad. La había alcanzado, no iba a dejar que se la quiten sin luchar hasta las últimas consecuencias.
Vio que el sol empezaba a ponerse. Un ocaso. Que extraño. Llevaba ¿horas, días, meses, años? Caminando, y nunca había sido testigo de uno. Y menos de uno como ese. El juego de rojos y naranjas entremezclándose con amarillos, azules y violáceos estremecían sus pupilas. Era un éxtasis y un deleite para cada uno de sus sentidos.
Ese era el ocaso, los demás fueron, evidentemente pobres imitaciones. Y allí estaba parada esa figura, que a la distancia era solo una figura humana. Siguió los pasos sin perder una porción del majestuoso fresco vívido que lo enceguecía… y allí, justo dónde el rastro se perdía en el mar, sus miradas se encontraron.
Ahora sabía qué hacía allí, por qué sus caminos se cruzaron. Su libertad conquistada estaba a salvo. Sólo venía a compartir su propia libertad.
Dos seres libres se encontraron. Finalmente. Sus huellas en la arena. Sus miradas. Su ocaso. Su horizonte. Dos libertades unidas y en paz.
De eso se trataba todo, a eso se reducía. Se trataba de ser libre y aprender a compartir esa libertad.
Cerró sus ojos, y en sólo un instante el bullicio, la muchedumbre, todo seguía ahí. La arena era un desastre, cientos, miles de pisadas, lo sentía en sus pies. Abrió los ojos, y allí estaba. Frente a él. Mirándolo. Sus libertades se cruzaron, se unieron.
No hay comentarios:
Publicar un comentario